Osvaldo
Massaro y su familia dejaron de lado el esquema productivo tradicional, con el
que sufrían endeudándose, para autoabastecerse y vivir de los frutos de sus 50
hectáreas en Villa Ocampo. “Ahora tengo tiempo para mi familia, que antes no
tenía. Ahora entre todos hacemos”, reflexiona. (Nota al Diario El Litoral)
Vivir
de un pedacito de tierra, consumiendo lo que se produce, puede ser para algunos
un sueño a realizar y para otros algo absolutamente indeseable. Para Osvaldo
Massaro y su familia, en cambio, es la única alternativa, aunque no por ello
dejan de tomarla como una saludable elección de vida.
“Uno se levanta y sabe
que tiene tareas cotidianas para hacer. Cada cual ya sabe cual es su función.
Pero llegamos al final del día realizados”, asegura satisfecho este pequeño
productor de Villa Ocampo que hace años recibió de su padre un campo de 50
hectáreas en las que produce, en escala reducida, arroz, mandioca, miel,
huevos, frutilla y cítricos, además de caña de azúcar, algodón, maíz, girasol y
leche para consumo propio.
Lo curioso es que no
siempre fue así. Hace más de una década, antes de volcarse a la producción
familiar, Osvaldo era un colono más en la zona, con los mismos problemas y
angustias, sobre todo a la hora de saldar deudas con bancos o proveedores de
insumos. No hace mucho, dice, “vivía enloquecido” hasta que concluyó que “hay
que ser equilibrado” y por lo tanto hizo suya la popular frase “trabajar para
vivir y no vivir para trabajar”.
Capital
familiar
La casa de los Massaro,
en las inmediaciones del aeroclub de Villa Ocampo, luce altos árboles que dan
sombra en el parque de entrada y un galpón abierto donde descansan la chata
modelo setentaipico, el tractor y demás implementos esenciales para el trabajo
en la chacra: un arado, un carro cañero, algunos tambores de miel, algodón
recién cosechado y unos cuantos kilos de espigas de maíz que en algún momento
pasarán por la picadora antes de llegar a las gallinas o las vacas.
Osvaldo demuestra ser un
tipo afable, de sonrisa fácil, dispuesto a la charla animada y cómplice. En sus
palabras se percibe una gran inquietud y curiosidad, tanto que asegura haberse
convertido a la religión adventista “porque el cura de la iglesia (católica) ya
no tenía respuestas a mis preguntas”. La religión y Dios se mencionan
permanentemente durante la charla. También habla de la cultura del trabajo y lo
importante que es inculcársela a los hijos.
El grupo familiar lo
conforma con su mujer y 4 hijos, 3 de los cuales estudian en Entre Ríos. El
campo lo trabajan en conjunto, excepto cuando hay alguna tarea rigurosa, como
la zafra cañera o la cosecha de algodón, ocasiones en las que contratan
personal temporario. Unas 10 hectáreas se dedican a la caña y entre 10 y 20 al
algodón, mientras que las vacas pastorean en las zonas bajas.
Aprendizaje
a imitar
“Paz y tranquilidad” son
los sustantivos que el jefe familiar esgrime casi automáticamente para
describir cómo se vive produciendo y consumiendo sus propios alimentos. En
pleno diálogo con Campolitoral, su esposa irrumpe con jugo fresco para agasajar
a las visitas. Se trata ni más ni menos que de un concentrado casero para
preparar con agua que fabrican con naranjas y mandarinas de sus propios árboles
y que nada tiene que envidiarle a clásicos como el viejo Frescor. También
elaboran quesos, dulce de leche, mermeladas... “Todo lo que se nos viene a la
mano para hacer lo hacemos”, se jacta Osvaldo.
Antes, cuando era una
agricultor más, cuenta que “vivía estresado” pensando en que tenía que estar al
día con un sinnúmero de obligaciones. “Hay que ser inteligente. En todos estos
años fui pensando que hay que saber vivir. Ahora tengo tiempo para mi familia,
que antes no tenía. Ahora entre todos hacemos”, reflexiona.
Parece mentira que este
colono de manos gruesas y curtidas hable de males tan urbanos en medio del
campo. Cuesta creer que hasta allí lleguen estas pestes modernas. Por suerte,
valores como la familia, el trabajo y la vida en armonía con la naturaleza
terminan por imponerse.
El arroz, una revelación
Un par de años atrás Osvaldo Massaro asistió a una charla en el
establecimiento de Remo Vénica en Guadalupe Norte. Ahí se enteró del arroz
agroecológico y de inmediato se propuso incorporarlo en su campo.“Me gustó y lo
quiero seguir haciendo. Es costoso, porque no es nada fácil. Hay que luchar con
las malezas, con los bichos, con un montón de cosas. Pero sabemos lo que
estamos consumiendo”, explica.
Fue el propio Vénica quien le suministró las primeras semillas
hace dos años. “Me largué a sembrar media hectárea”, contó Osvaldo. Pero el
desconocimiento le jugó en contra. Para regar usó un “charco” contiguo que fue
insuficiente “y el arroz se me quedó ahí; y con la sequía que había se terminó
muriendo... apenas llegué a sacar un kilo para hacer semilla”.
Lejos de amilanarse, al año siguiente pensó “ahora lo tengo que
hacer bien” y sembró un cuadro de 25 por 15 metros. También, por intermedio de
la subsecretaría de la producción de Reconquista y la Subsecretaría de
Agricultura Familiar de la Nación, recibió como donación una bomba para riego,
que además usa para las hortalizas y los frutales.
En un primer corte cosechó unos 200 kilos de arroz. Y como
siguió regando las plantas rebrotaron, por lo que esperaba una segunda cosecha
de 100 kilos más. “Arroz no compro más”, bromea, y asegura que está contento
con ese logro.
Hoy forma parte del grupo Arroz del Norte junto a otros 9
pequeños productores. “Estamos viendo cómo vamos a conseguir la peladora”,
anticipa Osvaldo, ya que ese sería el último paso para completar el
procesamiento del arroz cáscara (que trillan golpeando las panojas, junto con
la paja, sobre una tabla).
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