Por el Profesor Ricardo Bortolozzi - Villa Ocampo - Santa Fe
Entre las compulsas que se plantean a diario para someter a los ciudadanos a encuestas donde se les piden que elijan, como si se tratara de una comida predilecta, cuál les parece que es la problemática que más los aqueja, aparecen siempre los lugares comunes relacionados con la inseguridad, la corrupción o la falta de educación o salud.
Entre las compulsas que se plantean a diario para someter a los ciudadanos a encuestas donde se les piden que elijan, como si se tratara de una comida predilecta, cuál les parece que es la problemática que más los aqueja, aparecen siempre los lugares comunes relacionados con la inseguridad, la corrupción o la falta de educación o salud.
Sin embargo, existe un flagelo que es pocas veces tenido en cuenta, y
cuya ausencia en el debate público no indica indefensión respecto a otros
padeceres: la corrección política.
Es altamente probable que quien lea esta última frase piense que es una
tomada de pelo o una estupidez supina nivelar a la corrección política con
cuestiones que a menudo producen sufrimientos varios; pero, a riesgo de hacer
parecer esto como una irrisoria banalidad, quien redacta estas líneas afirma
que no existe un solo gramo de ironía argumentativa en la comparación.
Y es que la corrección política, aquello que se dice siempre para caer
bien parado, el vicio por afirmar verdades que todo el mundo quiere escuchar,
el exceso de solemnidad para conseguir adhesiones apelando a un discurso vacío
pero efectista y la obtención de simpatías a través de clichés trillados desde
épocas inmemoriales, es un mal que deja de ser inocuo en los momentos en que se
introduce en nuestras vidas cuando se agrega intención electoral a personas que
carecen de méritos intelectuales y pragmáticos, pero que arriban a altísimos
círculos de poder usufructuando el don del carisma, que siempre tiene que ver
con la escasez de profundidad en el compromiso.
No existe ser más despreciable, merecedor de desconfianza y destinatario
de repudio, mayor que aquel que todo el tiempo busca quedar bien con Dios y con
el Diablo, el aplauso a cualquier costo y el posicionamiento como un deleznable
ídolo de barro.
La solemnidad y la sacralización de las relaciones públicas van
empujando a los argentinos al más tenebroso ocaso en épocas donde se eligen
representantes que escuchan más a sus asesores de imagen que a los genuinos
reclamos de sus pueblos.
La emulación de la cortesía sonriente y superficial nos envuelve a todos
en determinados momentos, la misma surge como una emoción vinculada con la
hipocresía y la empatía falaz.
Los integrantes de las poblaciones generalmente caen, orientados por el
mandato histórico de la pertenencia, en manifestaciones de un exagerado
sentimentalismo que lleva como objetivo el de mostrarse sensible ante los
padecimientos colectivos.
A raíz de los lamentables sucesos, que son de público conocimiento, y
que tuvieron lugar el domingo pasado en el estadio de Ocampo Fábrica,
surgieron expresiones de fingida indignación y pavor al ver que las imágenes de
tan dantesco espectáculo trascendieron a nivel nacional e internacional. Fue
allí donde los opinadores seriales tomaron las banderas de la indignación y la
sensiblería barata acudiendo a afirmaciones tales como "me da vergüenza
que Villa Ocampo sea
noticia por esto" o "la triste imagen que damos al mundo".
Sin ánimos de quitarle gravedad a lo acaecido, resulta menester recordar
que situaciones similares a las mencionadas existen desde que el fútbol se
transformó en la mayor pasión popular del planeta. A quienes se
"preocupan" por la imagen hay que recordarles que los hechos
observados fueron protagonizados por tres o cuatro personas, no se trata de una
gresca en donde tiene protagonismo el conjunto de la población, la imagen de
nuestra ciudad no quedará dañada por esto, nadie con intenciones de acercar las
ansiadas inversiones de reactivación desistirá porque en una cancha se tomen a
golpes de puño un par de jugadores con un árbitro.
Es tremendamente exagerado fingir indignación por un hecho que,
penosamente, es muy común en todos lados. A esta vergüenza hay que reservarla
para momentos en donde se cierran todas las fuentes de trabajo de la ciudad y a
nadie parece afectarle más allá de los damnificados directos; para cuando se
aplaude, se ovaciona y se rinde tributo a "artistas populares" que
reivindican el terrorismo de estado; para cuando se llevan a cabo marchas para
recordar y repudiar el crimen más atroz de la historia ocampense y solo asiste
medio centenar de personas, al mismo tiempo que sus responsables conviven con
nosotros. Guardemos el decoro vergonzante cuando se exponen pancartas sobre la
ruta calificando como "yegua" o "plaga" a la máxima
autoridad elegida por el voto ciudadano; para cuando un grupo de energúmenos
hacen sonar sus relucientes cacerolas al compás de consignas cargadas de
resentimiento y misoginia.
Nos sonrojamos al ver mal escrita la palabra "ómnibus", pero
no percibimos la histórica y presente problemática que conlleva la carencia de
ofertas educativas públicas y gratuitas para nuestros jóvenes y adolescentes.
No queremos que muestren lo peor de nosotros al tiempo que observamos
con beneplácito y respeto a "prestigiosos" empresarios locales
explotando y negreando a sus empleados.
Tenemos que acostumbrarnos a darle a cada cosa la importancia que
realmente tiene, independientemente de los deseos de buena apariencia ante el
resto de los mortales.
Profesor RICARDO BORTOLOZZI – Villa Ocampo – Santa Fe
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